La mañana del 7 de abril de 1994, nadie de los que habitábamos entonces Rwanda sabía que pensar ni que comentar. Al oír por la radio la muerte de dos presidentes Habyarimana de Rwanda y Ntaryamira de Burundi, pensábamos que el cielo se había derrumbado sobre el país. Después de cuatro años de guerra, el clima psicológico era de máxima tensión. El volcán estaba a punto de estallar. Y estalló. La caja de pandora se rompió y parió un indescriptible genocidio y una larga y triste historia de un pueblo que se consideraba antes muy introvertido.
A partir de ese día, lo que ocurrió no se puede describir en palabras porque las palabras son siempre más cortas que la realidad y nunca dan justicia a la verdad. Solamente se puede callar y meditar. Meditar sobre lo que el hombre es capaz de hacer y deshacer; sobre lo que la Comunidad Internacional es capaz de hacer y no hace; sobre la fuerza que tienen los intereses sobre las vidas; sobre la fuerza macabra de la ideología.
Todos los que escriben sobre el genocidio de Rwanda describen los fenómenos pero nadie llegará a leer los corazones de las víctimas y de los verdugos. Los fenómenos nos pueden conducir a la esencia de las cosas pero nunca llegaremos a captarla o mejor dicho a agotarla. Se nos escapa. Se puede contar los cadáveres pero nunca se puede contar los corazones rotos ni medir las lágrimas que vierten por dentro. El genocidio de Rwanda me ha confirmado en mi convicción de que el hombre es un misterio pero también es un ser pobre, muy pobre.
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