(Gaetan K.)
Es difícil describir una gran
ciudad como Lagos. Tan difícil que es casi imposible hacer un contorno exacto
de esta mega urbe de más de 18 millones de habitantes según lo que cuenta la
gente. La cifra cambia cada año y nadie
sabe realmente si es una exageración o un número aproximado. ¿Ha habido algún
censo exacto en las últimas décadas? Lo único cierto es que encuentras a gente
por todas partes: niños, jóvenes, adultos -pocos ancianos-, todos ajetreados en
alguna cosa. Por ser una ciudad grande, el anonimato parece asegurado: el que
no te conoce, no se preocupa de saber quién eres ni de dónde vienes ni adónde
vas. Se trata de un vaivén de gente de todo tipo, algunos llenos de cachivaches
como un hormiguero sin orden ni reina.
La primera pregunta que uno se
hace al entrar en Lagos es: ¿cómo se abastece a toda esta gente? ¿cómo
consiguen de comer? Acto seguido, viene la segunda pregunta: ¿cómo gestionar la
basura de un tal lugar? Es evidente que hace falta toda una logística que se ha
ido forjando a lo largo del tiempo y que por el momento desconozco.
Las calles son para todo. Los coches comparten el espacio con las motos, los kekenapke y los peatones cada uno esquivando un eventual accidente que casi nunca ocurre. Un auténtico milagro. Los coches son casi todos automáticos, venidos de Los Estados Unidos. La mayoría son de segunda mano, lo que ostenta una presencia de chatarras sin paliativos que se mueven echando humo. Las motoristas circulan sin casco y suelen llevar dos o tres pasajeros igualmente sin casco. A nadie le parece importar que pueda morir por un sencillo golpe: en todo caso, sólo se muere una vez. Los kekenapke son un tipo estrafalario de vehículos de tres ruedas, cubierto por una lona y capaz de llevar tres o cuatro pasajeros. Juraría que son de fabricación de la India. Sus conductores tienen habilidades para penetrar en un minúsculo espacio entre dos coches con el fin de avanzar más rápido. Los peatones, ellos, cruzan la carretera por todas partes, esquivando los vehículos en un malabarismo que, si fuera filmado, podría ser un buen espectáculo de Hollywood. Entre los peatones se encuentran los vendedores ambulantes que me recuerdan también la ciudad de Douala en Camerún. Estos aprovechan los permanentes atascos para proponer sus productos a las ventanillas de los vehículos: botellas de agua o zumo empapadas en hielo, cola, fruta, algún que otro artículo barato etc. Así es la vida en la ciudad que no duerme nunca.
Las tiendas están desplegadas a
los dos lados de cada calle, unas cerca de otras sin dejar espacio a nada. Aquí
se aprovecha todo. Tanto dentro como fuera, encuentras mercancías extendidas por
tierra o colgadas sobre palos llamando la atención del que pasa. No hay un hueco
que no tenga negocio. Parecería que la gente de Lagos vive de negocios. Si no
son productos alimenticios al aire libre, son productos manufacturados como
ropa, menajes de cocina, electrodomésticos, etc. Aquí todo se vende y todo se
compra. Los comerciantes son tanto hombres como mujeres.
En medio de todo esto, llama la
atención la presencia de grupos electrógenos en marcha. La ciudad tiene cortes
de luz intermitentes por la escasez de energía pública en comparación con la
demanda. Para paliar a este problema, muchos compran un grupo electrógene
aprovechando que la gasolina está producida localmente y cuesta poco.
Evidentemente, el aire está tan contaminada que treinta minutos en la calle
para el que viene de fuera son suficientes para sentir lloriquear y sentir
picor en los ojos. Resulta contradictorio que el país económicamente más rico de
África no sea todavía capaz de suministrar a su población con energía eléctrica
suficiente.
La contaminación es un asunto muy
serio en esta ciudad. El polvo que se eleva al cielo por tantos movimientos de
personas y bienes es enorme. La limpieza insuficiente de las calles deja una
buena cantidad de bolsas de plásticos esparcidas por aquí por allá. Por otro
lado, las cañerías llenas de porquería indescriptible, el olor de podredumbre que
sale de los valles y riachuelos dónde se acumula la mugre que se mueve por el
viento y la lluvia convierte la ciudad en espacio sanitariamente peligroso. A
todo esto, hay que añadir que hallar un árbol a la vista es una verdadera
hazaña. No hay árboles en esta ciudad. Todo está construido u ocupado de una
manera u otra. No hay lugar para plantas, flores o algo por el estilo. Los grupos
electrógenos vienen a rematar la faena enviando al cielo constantemente una
buena cantidad de dióxido de carbono. No parece que los verdes hayan pisado
este lugar y si lo hicieran ¿qué harían? Lagos es una ciudad con alto nivel de
contaminación.
A pesar de esa multitud de varias tribus y lenguas, con un inglés aproximativo, cualquier viajero se las arregla. A primera vista uno se pregunta si lo que hablan los habitantes de Lagos es inglés o otra cosa parecida. El acento es tan local con una mezcla de expresiones locales que en algunos lugares ya no es inglés realmente sino el pidgin. ¿qué es el pidgin? Para no complicarse mucho, los habitantes de aquí han acabado desarrollando un idioma propio que mezcla inglés y las lenguas locales.
Todo esto forma parte del paisaje
urbano de Lagos. Sin embargo, lo que más me ha llamado la atención son las
chanclas. Todo el mundo lleva chanclas en la calle: niños, adultos, hombres y
mujeres. No sé si es porque son baratos o porque hace permanentemente calor o
ambas cosas. El hecho es que nadie o casi nadie -para dejar un pequeño margen
de error- lleva zapatos cerrados. Los que van a los templos, los que conducen
vehículos, los vendedores ambulantes, los que vagabundean sin rumbo tienen este
mismo uniforme. Hasta los motoristas conducen con chanclas. A nadie se le
ocurre ponerse las botas. Lagos es una ciudad de chanclas.
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