miércoles, 7 de abril de 2021

Una fecha fatídica


(Gaetan)

En una mañana como esta del 7 de abril, estaba en algún lugar de las montañas de Rwanda sin saber que mi vida y la de millones de personas tomaría un giro radical y que tanto para mí como para todos los ruandeses, habría un antes y un después. Tenía 22 años, en aquel año 1994. Era ya seminarista. Aquella mañana fatídica, estaba de vacaciones con mis padres y mis hermanos.

Al levantarme, abrí la radio para escuchar las noticias. No oía nada más que música patriótica en las dos cadenas disponibles en lengua nacional. Muy extraño a esas horas. De repente, una voz amarga anunció lo inesperado: “El presidente Habyarimana ha muerto. Su avión fue derribado ayer, el 6 de abril, la noche. Junto a él murió el jefe de Estado Mayor del Ejército. Las autoridades piden a todo el mundo quedarse en su casa". Me quedé literalmente petrificado.

Anuncié la noticia a mis padres que también se estaban levantando. Todos quedamos helados. No conseguimos intercambiar otra palabra. Cada uno intentaba digerir la noticia a su manera pero todos en medio de un temor sin precedentes. Miré a la carretera principal que pasa debajo de la montaña, no vi ningún coche pasar. Nunca un tal acontecimiento había ocurrido en Ruanda. El país acababa de quedar sin cabeza en una situación de guerra. Creo que fue el día en el que los ruandeses hablaron poco en toda su vida.



Pasamos todo el día en un silencio asombroso. Intentaba, por todos los medios, sintonizar las radios internacionales para arrojar algo de luz sobre lo ocurrido y lo que ocurriría.  Poco a poco, no fuimos enterando de que también estaban en el avión el presidente de Burundi y el jefe de estado mayor del ejército. El miedo se apoderó de todos. Los dos países vecinos que compartían las mismas miserias étnicas, se quedaban sin presidentes. Un año antes, la muerte del presidente de Burundi había desencadenado unas matanzas horrendas en aquel país.

Ruanda estaba en guerra desde cuatro años. Durante este tiempo, la tensión étnica y política había ido creciendo hasta alcanzar niveles inéditos, previas a la explosión. La propaganda política había abierto las viejas llagas. Los grandes partidos políticos habían creado cada uno sus milicias que se comportaban como paramilitares. No pasaba ni un día sin que los enfrentamientos entre las diversas milicias cobraran alguna víctima. La tensión psicológica era insoportable. Todo el pueblo estaba en un clima comparable a la antesala de un apocalipsis. El volcán estaba preparado para hacer irrupción en cualquier momento. Cualquier cosa podía desencadenar lo desconocido. Lo veíamos; lo sabíamos; lo temíamos. Lo que no se sabía eran las proporciones de la catástrofe.

Después de aquella fecha fatídica, desde mi montaña, empezamos a oír por los rumores de que las matanzas estaban en marcha en distintos rincones del país empezando por la capital, Kigali. De manera sorprendente, los milicianos de diversos políticos, esos que llevan tiempo enfrentándose, se habían unido en un mismo bloque pasando todos a llamarse interahamwe, denominación de origen para los milicianos del partido de Habyarimana. ¡Curiosa unión en un tiempo tan pequeño! El genocidio acababa de empezar en Ruanda a marchas forzadas. Los terribles interahamwe pasaban de casa en casa, de colina en colina, de montaña en montaña matando a todos los que ellos llamaban “enemigos”. Bajo esta palabra se escondía a todos los tutsis y a todos los que, días antes, llevaban la contraria a Habyarimana. Morían los niños, las mujeres, los ancianos, los enfermos, los funcionarios, los campesinos. Nadie podía escapar de la maquinaria infernal de los implacables matones, desde la calle, detentaban el poder. Las barreras estaban por todas partes. Alguien dijo que los ángeles de la muerte habían salido del infierno. El diablo andaba suelto.

Aquel día, miraba a mi alrededor. Mis padres estaban despavoridos. Mis hermanos desorientados. Mis vecinos atónitos. Nadie podía proporcionarnos las verdaderas informaciones en aquella montaña aislada de la ciudad. Solamente las radios internacionales me decían alguna cosa y yo traducía a los demás. No me acuerdo haber comido algo. Mi vida estaba a punto de tomar un giro para mucho tiempo.


Poco después, salí de mi país huyendo. Pasé por miles de aventuras y experiencias dignas de una película de Hollywood. Cuando volví a Ruanda, casi 20 años después, ya sacerdote, encontré a mi montaña todavía en su sitio. Las montañas observan los acontecimientos, callan y no cambian. Gracias a Dios, puedo contar esta historia. Pero ¿Cuántas personas tanto tutsis como hutus no tuvieron la misma suerte? ¡Ojalá no vuelva a ocurrir! Una oración especial por todos los ruandeses: los que murieron después de aquella fecha y los que siguen mirando las inmóviles montañas de Ruanda recordando a los suyos a veces sin saber dónde acabaron sus restos.

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