En una mañana como esta del 7 de abril, en
algún lugar de las montañas de Rwanda, no sabía que mi vida podía tomar un giro
radical que marcaría toda mi historia. Tenía 22 años, en aquel año 1994. Era ya
seminarista. Aquella mañana fatídica, estaba de vacaciones con mis padres y mis
hermanos.
Al levantarme, abrí la radio para escuchar
las noticias. No oía nada más que música en todas las cadenas disponibles.
Extraño a esas horas. De repente, una voz amarga anunció lo inesperado: “El presidente
Habyarimana ha muerto. Su avión fue derribado el 6 de abril, la noche. Se pide
a todo el mundo quedarse en su casa". Me quedé literalmente petrificado.
Anuncié la noticia a mis padres que
también se estaban levantando. Todos quedamos helados. No conseguimos
intercambiar otra palabra. Cada uno intentaba digerir la noticia a su manera
pero todos en un temor sin precedentes. Miré a la carretera principal que pasa
debajo de la montaña, no vi ningún coche pasar. Nunca un tal acontecimiento
había ocurrido en Rwanda. El país se quedaba sin cabeza en una situación de
guerra. Creo que fue el día en el que los ruandeses hablaron poco en toda su
vida.
Pasamos todo el día sin palabras.
Intentaba, por todos los medios, sintonizar las radios internacionales para
arrojar algo de luz sobre lo ocurrido y lo que ocurriría. Poco a
poco, no fuimos enterando de que también estaban en el avión el presidente de
Burundi y el jefe de estado mayor del ejército. El miedo se apoderó de todos.
Los dos países vecinos que compartían las mismas miserias étnicas, se quedaban
sin presidentes. Un año antes, la muerte del presidente de Burundi había
desencadenado unas matanzas horrendas en aquel país.
Rwanda estaba en guerra desde cuatro años.
Durante este tiempo, la tensión étnica y política había ido creciendo. Tanto la
guerra como La propaganda política habían abierto las llagas. El odio era
palpable. No pasaba ni un día sin que los enfrentamientos entre las diversas
milicias rivales cobraran alguna víctima. La tensión psicológica era
insoportable. Todo el pueblo estaba en un clima de guerra. El volcán estaba
preparado para hacer irrupción en cualquier momento. Cualquier cosa podía
desencadenar lo desconocido. Lo veíamos; lo sabíamos; lo temíamos. Lo que no se
sabía eran las proporciones de la catástrofe.
Después de aquella fecha fatídica, desde
mi montaña, empezamos a oír por los rumores de que las matanzas estaban en
marcha en distintos rincones del país. De manera sorprendente, los milicianos
de diversos políticos, esos que llevan tiempo enfrentándose, se habían unido en
un mismo bloque. Todos pasaron a llamarse interahamwe, denominación de origen
para los milicianos del partido entonces en el poder. ¡Curiosa unión en un tiempo
tan pequeño! El genocidio estaba en Rwanda a marchas forzadas. Lo que siguió
aquella fecha fue indecible: Las matanzas nunca vistas en aquel país cuyo
pueblo era y es fundamentalmente tranquilo. Morían los niños, las mujeres, los
ancianos, los enfermos, los funcionarios, los campesinos. Nadie podía escapar
de la maquinaria infernal de los implacables matones. El poder estaba en la
calle. Alguien dijo que los ángeles de la muerte habían salido del infierno. El
diablo andaba suelto. El clamor de la muerte se oía por todas las colinas de
Rwanda.
Aquel día, miraba a mi alrededor. Mis
padres estaban despavoridos. Mis hermanos desorientados. Mis vecinos atónitos. Sólo
las montañas me miraban con extrañeza y calladitas. Creí entender que ellas no
entienden de la locura humana. Nadie podía proporcionarnos las verdaderas
informaciones en aquella montaña aislada de la ciudad. Solamente las radios
internacionales me decían alguna cosa y yo traducía a los demás. No me acuerdo
haber comido algo. Mi vida estaba a punto de tomar un giro para mucho tiempo.
Poco después, salí de mi país huyendo.
Pasé por miles de aventuras y experiencias dignas de una película de Hollywood.
Cuando volví a Rwanda, casi 20 años después, ya sacerdote, encontré a mis
montañas todavía en su sitio. Las montañas observan los acontecimientos, callan
y no cambian. Fueron testigos de muchas cosas desde aquella fecha. Gracias a
Dios, puedo contar esta historia. ¡Ojala no vuelva a ocurrir! Una oración
especial por todos los ruandeses: los que murieron después de aquella fecha y
los que siguen mirando las inmóviles montañas de Rwanda recordando a los suyos.
Gaetan
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