jueves, 6 de abril de 2017

Una fecha fatídica.


En una mañana como esta del 7 de abril, en algún lugar de las montañas de Rwanda, no sabía que mi vida podía tomar un giro radical que marcaría toda mi historia. Tenía 22 años, en aquel año 1994. Era ya seminarista. Aquella mañana fatídica, estaba de vacaciones con mis padres y mis hermanos.
Al levantarme, abrí la radio para escuchar las noticias. No oía nada más que música en todas las cadenas disponibles. Extraño a esas horas. De repente, una voz amarga anunció lo inesperado: “El presidente Habyarimana ha muerto. Su avión fue derribado el 6 de abril, la noche. Se pide a todo el mundo quedarse en su casa". Me quedé literalmente petrificado.
Anuncié la noticia a mis padres que también se estaban levantando. Todos quedamos helados. No conseguimos intercambiar otra palabra. Cada uno intentaba digerir la noticia a su manera pero todos en un temor sin precedentes. Miré a la carretera principal que pasa debajo de la montaña, no vi ningún coche pasar. Nunca un tal acontecimiento había ocurrido en Rwanda. El país se quedaba sin cabeza en una situación de guerra. Creo que fue el día en el que los ruandeses hablaron poco en toda su vida.
Pasamos todo el día sin palabras. Intentaba, por todos los medios, sintonizar las radios internacionales para arrojar algo de luz sobre lo ocurrido y lo que ocurriría.  Poco a poco, no fuimos enterando de que también estaban en el avión el presidente de Burundi y el jefe de estado mayor del ejército. El miedo se apoderó de todos. Los dos países vecinos que compartían las mismas miserias étnicas, se quedaban sin presidentes. Un año antes, la muerte del presidente de Burundi había desencadenado unas matanzas horrendas en aquel país.
Rwanda estaba en guerra desde cuatro años. Durante este tiempo, la tensión étnica y política había ido creciendo. Tanto la guerra como La propaganda política habían abierto las llagas. El odio era palpable. No pasaba ni un día sin que los enfrentamientos entre las diversas milicias rivales cobraran alguna víctima. La tensión psicológica era insoportable. Todo el pueblo estaba en un clima de guerra. El volcán estaba preparado para hacer irrupción en cualquier momento. Cualquier cosa podía desencadenar lo desconocido. Lo veíamos; lo sabíamos; lo temíamos. Lo que no se sabía eran las proporciones de la catástrofe.
Después de aquella fecha fatídica, desde mi montaña, empezamos a oír por los rumores de que las matanzas estaban en marcha en distintos rincones del país. De manera sorprendente, los milicianos de diversos políticos, esos que llevan tiempo enfrentándose, se habían unido en un mismo bloque. Todos pasaron a llamarse interahamwe, denominación de origen para los milicianos del partido entonces en el poder. ¡Curiosa unión en un tiempo tan pequeño! El genocidio estaba en Rwanda a marchas forzadas. Lo que siguió aquella fecha fue indecible: Las matanzas nunca vistas en aquel país cuyo pueblo era y es fundamentalmente tranquilo. Morían los niños, las mujeres, los ancianos, los enfermos, los funcionarios, los campesinos. Nadie podía escapar de la maquinaria infernal de los implacables matones. El poder estaba en la calle. Alguien dijo que los ángeles de la muerte habían salido del infierno. El diablo andaba suelto. El clamor de la muerte se oía por todas las colinas de Rwanda.


Aquel día, miraba a mi alrededor. Mis padres estaban despavoridos. Mis hermanos desorientados. Mis vecinos atónitos. Sólo las montañas me miraban con extrañeza y calladitas. Creí entender que ellas no entienden de la locura humana. Nadie podía proporcionarnos las verdaderas informaciones en aquella montaña aislada de la ciudad. Solamente las radios internacionales me decían alguna cosa y yo traducía a los demás. No me acuerdo haber comido algo. Mi vida estaba a punto de tomar un giro para mucho tiempo.
Poco después, salí de mi país huyendo. Pasé por miles de aventuras y experiencias dignas de una película de Hollywood. Cuando volví a Rwanda, casi 20 años después, ya sacerdote, encontré a mis montañas todavía en su sitio. Las montañas observan los acontecimientos, callan y no cambian. Fueron testigos de muchas cosas desde aquella fecha. Gracias a Dios, puedo contar esta historia. ¡Ojala no vuelva a ocurrir! Una oración especial por todos los ruandeses: los que murieron después de aquella fecha y los que siguen mirando las inmóviles montañas de Rwanda recordando a los suyos.
Gaetan


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